Si me hubiesen dicho que mi salvador sería nada menos que Severus Snape, no me lo habría creído.
Tiempo después supe que, en realidad, la Mano de la Gloria me había llegado por mediación de Marcus.
Pero fue Snape quien me llevó a su despacho, colocó aquel objeto maldito encima de la mesa y me ordenó, con su penetrante mirada, que pidiese un deseo. No sabía si me daba más miedo él o la mano de primate, con los dedos agarrotados como por rigor mortis.
No había pasado más que un día y ya me sabía al límite de mis fuerzas. Y además, ¿qué otra opción tenía? ¿La locura? ¿Dedicarme a robar almas a los moribundos? Unas almas que ya nunca encontrarían la paz... sostuve la mano entre mis temblorosos dedos y cerré los ojos.
Y los números desaparecieron de pronto, como quien apaga una vela de un soplido.
Y pude respirar de nuevo, con una sensación de alivio indescriptible. Como quien se quita de encima una inmensa piedra.
Pero aún quedaba un último dedo levantado.
Así que... sosteniéndolo entre mis manos, decidí pedir lo que mi corazón más deseaba.
La mano no sólo me había dejado libre de deudas, sino también de culpa. Snape se la llevó; según él dijo, más me valía no volver a cruzarme en el camino de ese objeto nunca más. Y no tenía ninguna intención de hacerlo.
Las semanas siguientes, en comparación, fueron un paseo por los invernaderos. Aprobé los exámenes y volví a casa junto a Hannah. Pasé el tiempo charlando con mi padre de medicina muggle, ayudando a mi madre a preparar sus famosas pastillas Abbott y reuniéndome con mis amigas del barrio, aquellas que creían que acababa de volver de un colegio de señoritas en Inverness. Mi hermana me mandaba lechuzas constantes contándome sus andanzas en el campamento de Quidditch, cartas llenas de un entusiasmo que yo no podía compartir.
Me alegraba de que se lo estuviera pasando bien. Pero no se imaginaba lo difícil que era para mí el despertarme en mitad de la noche y no ver su pelo rubio, ni escuchar su rítmica respiración a mi lado.
Porque no siempre recordaba a tiempo que estaba en el campamento, o durmiendo con Daisy en casa de Megan. E incluso cuando lo hacía, incluso...
Recordaba aquellos profundos surcos abriéndose en la piel de sus mejillas, en sus manos, en su cuello.
Y me aferraba a esas cartas para convencerme de que estaba viva. De que no nos había abandonado en aquella cama de hospital.
En aquella época descubrí lo difícil que resulta acostumbrarse a las pesadillas.
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