El privilegio de la sangre


Leslie recordaba que una vez, jugando en el jardín con Hannah, habían trepado a un árbol y ella se había caído. El brazo derecho quedó aplastado bajo su cuerpo. Al levantarse, sintió un dolor punzante y casi insoportable en la muñeca. Su madre salió, alertada por el ruido, y se la llevó dentro de la casa. Sacó su varita y, con una palabra y un gesto, solucionó el problema. La niña notó un cosquilleo en la muñeca, y después... nada en absoluto. Miró sorprendida su propia mano, se secó las lágrimas de dolor que aún quedaban en sus mejillas. Ya no había dolor. Así de fácil.

A las dos semanas, una amiga suya se torció un tobillo en el patio del colegio. Tuvo que pasar unos días en casa, y aprender a usar muletas para ir al colegio. Leslie la fue a visitar a menudo. De alguna forma, se sentía incómoda. Recordaba la sensación de dolor en su propia muñeca y pensaba que la magia era muy útil. La magia hacía todo fácil. El dolor que pasaba su amiga podía solucionarse con un simple toque de varita, pero nadie iba a molestarse... porque ella había nacido muggle.

"¿Por qué no utilizamos la magia para hacerles la vida más fácil?"

Lo había preguntado muchas veces, y conocía de sobra la respuesta. Las reglas. Eran las reglas de su mundo. El mundo mágico y el muggle, divididos por un muro inquebrantable. "Los estamos protegiendo, Leslie. De nosotros y de ellos mismos", le había dicho su madre en una ocasión. "Ellos no están preparados para admitir la presencia de la magia en su mundo. Así viven tranquilos, y nosotros también. Es justo como debe ser".

Leslie lo dejaba correr. No tenía otro remedio, pero a veces resultaba extremadamente difícil.

Ella... tenía que dejarlo correr. 

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